La santificación es fruto de la consagración. Por nuestra consagración al Señor somos santificados por él y eso de varias maneras. La Palabra de Dios es el Agua que nos santifica, que nos limpia interiormente y es indispensable para nuestra salvación; separación de la gente del mundo, las cosas del mundo ...; el sufrimiento también es fundamental. Hay que sufrir para poder pasar de una naturaleza a otra.
Imagina que este desierto de santificación es como un embarazo. El niño está solo en el útero, conectado con un cordón a su madre y su alimento para vivir solo puede provenir de ella, estando en la oscuridad, sin discernir los ruidos que escucha, y cuanto más crece en el estómago, más puede sentir a la gente hablando con él, más prisa tiene por finalmente poder ver sus caras. Para nosotros es lo mismo, Dios nos habla, nos guía, y cuanto más crecemos más lo sentimos y discernimos y más queremos ver su rostro, nacer verdaderamente de Dios para contemplar su gloria con un rostro descubierto., pero para nacer hay que morir primero. Nadie puede ser un hombre nuevo hasta que haya crucificado totalmente al hombre viejo que hay en ellos.
Este camino de santificación, que puede ser largo, tiene un solo objetivo, que es llevarnos a la abnegación total y a la caridad. La dureza de este camino depende de cada uno de nosotros, cuanto más corruptos seamos más difícil es, cuanto más resistimos, más difícil es, cuanto más egocéntricos o egoístas somos, más difícil es, más comemos mal comida (películas, músicas del mundo, falsas enseñanzas ...) cuanto más sucios estemos y será más largo y más difícil dejarnos santificar por el Espíritu de Dios ...
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